domingo, 6 de diciembre de 2009

MEMORIA Y OLVIDO ALREDEDOR DEL POEMA


Por Gabriel Arturo Castro Morales*

Cuando la poesía sigue siendo capaz de convocar espíritus y seres oficiosos alrededor de la palabra y su infinita posibilidad, estamos ceñidos a un cordel de buen augurio. Es que una de las fuerzas extrañas de la poesía, aquella que nos lleva a comulgar y reflexionar conjuntamente, es la de su ausencia ritual que reconcilia lo disperso, lo disgregado por la violencia y la costumbre, reuniendo los objetos, haciéndolos confluir en un punto de encuentro.

“Sólo los poetas fundan lo permanente”, expresaba Holderlein, ya que la poesía verdadera totaliza, reintegra lo fragmentado, cohesiona lo que la muerte desintegra, ausenta y aleja. La unidad perdida se da a través de la palabra que asombra y extraña, que indica al tiempo un continuo drama y un incesante movimiento. y es que no hay una sola palabra. Ya desde la antigüedad Pitágoras nos dejó la certeza sobre las variedades de la palabra: la hay simple, la jeroglífica y la simbólica. En otros términos, el verbo que expresa, el que oculta y el que significa.

Pero el poeta, que maneja todas las variantes de Pitágoras, va más allá de todas ellas, pues logra expresar una especie de verbo supremo que es en realidad la palabra en sus tres dimensiones de expresividad, ocultamiento y signo.

El verbo se hace así portavoz e intérprete de fuerzas interiores, se torna magia y subversión del mundo. Y el poema se incuba, se fecunda a distancia o en lugares o tiempos remotos o sobre la realidad próxima e inmediata. Pero si posee la suficiente intensidad se dotará él mismo de vida propia. Su existencia es de motivo doble, por un lado actúa la imagen externa y por otro la manifestación del específico mundo interior.

Allí el espíritu se mueve en mundos extraños y posibles, viaje y drama, conmoción de la palabra que transita del sigilo a la voz plena. Sólo tras el silencio se puede explicar el camino del poema. Si existe la sonoridad ella brotó de la pausa, de la discreción del origen, del principio que intuimos, nacimiento del verbo, su raíz y causa, construcción del tiempo silencioso, dispersos murmullos atacando una soledad, el último lugar del espíritu, la identidad secreta del misterio o del alma que según Yeats: “Se convierte en su propio delator, en su propio partero, en la actividad única, en el espejo que se vuelve luz”.

Luz que no describe no bosqueja sino irradia chispas a su alrededor, creando una llama que desata los párpados, fuego—ventana a través de la cual vemos una sospecha del mundo.
Claro, la hoguera es el vestigio de otra edad, un ardor que todo lo modifica, anima al inanimado, ingresa en la ruta y se vuelve candil, principio seminal, ojo que imagina, resplandor primordial.

Visto así el poema, su cuerpo escrito lo instauramos dentro de la idea de la poesía como pasión: exploración de sendas, tensión  necesaria, la palabra que inflama su pira, rueda del carruaje, huella candente, carbón activo, despedida de la flora roja y su pigmento que anuncia un paisaje a lo lejos.

El ojo del poeta siempre está recorriendo las formas y las sustancias, operación mágica que reconoce el misterio y suscita en él una resonancia afectiva, una evocación que conmueve el sueño y lo lleva a la superficie, no sin antes estremecernos para luego darnos sus choques y los ecos de la memoria. “Heterocosmos” del poema donde hay una autorrevelación alterada del creador, expresándose y ocultándose a la vez.

El poema es escenario del afecto que toma distancia suficiente de la emoción inicial y se trueca en evocación de la experiencia, llegando al asombro, al acento, a la significación, a la aventura espiritual que va más allá del puro virtuosismo, al dilentantismo o el esteticismo, trampas posibles y no acatadas al asumir la poesía como arte trascendente, la poesía como catarsis, purificación y afecto que suscita vivencias encontradas, la poesía que no sólo agrada sino que conmueve e interesa, sobra arrojada que se enciende, fervor de un espíritu desbordado por las fuerzas, la poesía siendo, como lo dijo Byron: “La lava de la imaginación cuya erupción proviene de un terremoto”.

Es el privilegio de la poesía,  crear y hacer,  dar vida y movimiento, esfuerzo y dignidad a la creación, ya que ella construye un nuevo universo luego de la ruina, de la aniquilación.
Su deber es mejorar al mundo, ser armazón y alabanza, herida y milagro, “fuga sin fin”, un “yo” que se lanza a la travesía entre el sueño y la vigilia. La nostalgia y el drama personal pierden sus pulsiones íntimas y se convierten en destinos universales, la pasión de todo hombre por lo maravilloso, la naturaleza, la leyenda, la desnudez, la raíz de la sensibilidad, la inocencia y el desengaño, memoria emancipada, el poder viviente de la poesía. Acordémonos de las palabras de Eliot:

El poeta no debe expresar su personalidad sino su médium, es decir, los medios y la sustancia de su arte. La poesía no es el grito del corazón, sino drama: una estructura de la voz y de gestos, una dialéctica de actitudes y de formas.

A propósito de lo anterior, algunas leí que Kafka señalaba con sorpresa, con un placer encantado, que se inició en la literatura cuando pudo reemplazar el “yo” por “el”, momento donde el yo férreo individual es capaz de trascender hacia los demás sujetos de la enunciación  para volverse colectivo: el tan nombrado “yo es otro” de Rimbaud o el “yo soy el otro” de Nerval, se desdobla constituyendo una exterioridad que se refleja en los otros.

Este yo paralítico (figurativizado desde el antirromanticismo de Eduard Buchner y su expresión de la alineación del hombre en tonos de profundo escepticismo; sumándose Heinrich von Kleist, el escritor alemán de existencia azarosa; Holderlein y su preocupación espiritual; August Strindberg con sus dramas naturalistas que inspiraron al expresionismo; Samuel Becket, de la mano de un lenguaje desarticulado y desnudo; o Eugene Ionesco enfrentado a la angustia del absurdo de la condición humana) crea sus propias representaciones y proyecciones fantasmagóricas o espectrales en oposición a las ideas de la razón práctica que desembocaron en el juicio del sujeto absoluto.

El yo cartesiano–kantiano se diluye hacia un phatos subjetivista gracias al extrañamiento, aquella capacidad de identificarse con el yo que crea pero al unísono saberlo exiliado y así rehusarlo, rechazarlo, sentirlo transitorio (se torna un tú, en él y un nosotros, la obra parte de mí pero se colectiviza perdiendo la propiedad  yoica, su dominio egocéntrico) y eterno al mismo tiempo (el yo invisible que enunció la obra será un elemento imperecedero y su presencia tendrá una ilusión secreta).

El yo está presente y ausente simultáneamente, lo reconocemos pero debemos extrañarlo a través del distanciamiento necesario.

“Escribir es romper el vínculo que une la palabra a mí mismo”, expresa Maurice Blanchot. La palabra plasmada, vertida, ya no me pertenece, deja de ser realidad primera para hacerse a otra realidad mediante la fascinación, la magia que crea fantasmas y un deseo que convierte la vida en literatura. Aspiración lograda porque tomamos posición frente al otro cuya ubicua presencia impregna la esencia de lo real. Detrás de la escritura sospechamos al otro, la presencia del otro, lo que hace factible finalmente que la realidad se convierta en poesía y ficción de un mundo ajeno y exterior a mí. Dicha ficcionalización se lleva a cabo en favor de un sujeto, o lo que es lo mismo, toda escritura particular debe orientarse en función del otro, sabiendo de antemano que cada uno de nosotros no somos una totalidad cerrada y excluyente, y que alrededor existen otros mundos diversos como totalidades de sentido.

Mi experiencia puede ser evocada por otros y compartida de tal forma que mi particularidad se fragmente para ser reorganizada por destinatarios o recreadores de mi hecho comunicativo.

Es el lector en potencia que se incuba e interioriza desde el inicio de la obra, rompiendo su invisibilidad, su pretendida condición ajena al evento creador.

Memoria, comunión, ritualidad, magia, misterio, características de una poesía que han sido sustituidas por una literatura que de la desesperación, sin fuerza crítica, lejos de la contención, el silencio y la reflexión, contrariando lo que alguna vez anunciara Walter Benjamín: “El valor único de la auténtica obra de arte se basa en el rito, el lugar original de su valor de uso”

El mismo Benjamín, tiempo después, aseguró que esa ritualidad fue reemplazada por la práctica de la política, lugar donde la poesía y la Cultura han descendido al nivel del espectáculo, la producción del simulacro, una cultura sin referentes históricos, filosóficos o religiosos, o lo que es lo mismo, la limitación del arte a manifestaciones artificiales de consumo, luego una pérdida del sentido interior, ético y estético, crisis que alcanza a la poesía escrita confundida con los actos publicitarios que llaman el confort, al facilismo y la irrelevancia de la creación. Salvo honrosas excepciones de creadores lúcidos y comprometidos con su oficio, la mayor parte de la poesía ha caído en la banalidad y la simulación. Allí se cambia la experiencia y la memoria, conceptos ontológicos y sustanciales, por la noción de exhibición, sustitución alienada de la existencia.

¿Qué contiene el espectáculo?: cadáveres que nunca llegarán a ser lenguaje, moldes vacíos, espejos deformes, símbolos superficiales, decoraciones, imitaciones, homenajes y contemplaciones domésticas, parroquialismos, extravagancias, parodias y engaño, tal como lo sentenció Paul Valery: “La literatura está llena de gentes que no saben en realidad qué decir, pero empeñadas en que necesitan hacerlo por escrito”.

Quizás se ha abandonado el ejercicio de la memoria que perdura, aquella experiencia que se interioriza y se aloja en el ser como huella duradera o profunda, siendo posible su  evocación como signo de la vida activa.

La memoria poética ordena los objetos, hace visible lo invisible, permite que los espectros del tiempo tomen vida propia, desmomificando al hombre, haciéndolo verbo de adentro hacia fuera. De esta manera el poeta no sería un ser inerme ni pasivo, menos un individuo neutral.

El rostro pasado se interioriza, toma vida tras la rememorización del tiempo. Tras un mundo espontáneo aparecen las imágenes que el poeta escoge, aprecia, valora y reúne tras el corpus del poema.

La memoria ayuda a escoger gracias al júbilo y no a la indiferencia, la alternancia de las imágenes depende primero del azar y del enigma, de la fascinación, de la agitación.

Quien busca en la memoria intuye un trazado de esencias espirituales: revela lo que estaba oculto y demasiado extraño, desafía a las sombras, a la máscara del tiempo, a la profunda raíz que empieza a conocer.

La memoria cohesiona la realidad, intenta su unidad para luego expandirla y después, en mitad de su camino, punza al lector, esto gracias a que la memoria es involuntaria y sus elementos se evocan sin intención, sin premeditación alguna. Sólo un elemento generador no planeado puede provocar un acto de remembranza, acto que puede subyugar aunque sea innombrable: una explosión, un grito, un fogonazo que sirve de fecundación.

La memoria restituye lo abolido por el tiempo y la distancia, nos saca de la indiferencia y nos lleva como creadores–lectores a una nueva experiencia, emocionante y más intensa.
El poema es así un espacio sentido e interiorizado desde la purificación y la catarsis, donde el tiempo se moviliza hacia el conocimiento del drama, no hacia la detención – estática de la inactualidad. Leamos a Antonio Tabucchi:

La voz de la poesía tiene el poder de establecer un diálogo con los fantasmas, y una vez el fantasma ha sido evocado y convocado por su médium, ambos pueden perfectamente hacer abstracción de todos estos elementos sensoriales a las cuales se hizo alusión para reunirse: se hace abstracción de la voz, del tacto, de la vista, del olfato y del gusto. Porque lo que encuentra, una vez la convocación ha tenido lugar, es la pura presencia del fantasma. Ésta puede manifestarse en el más perfecto silencio, en la inmanencia fantasmagórica, con la cual la relación que se instaura no tiene necesidad de nada más.

El poeta, decía Walter Benjamín, puede ser el sujeto adecuado para llevar a cabo la experiencia de la memoria que perdura. Pero como afirmaba antes, en un buen volumen de la poesía actual sólo encontramos la alusión al olvido, la repetición de una información de acontecimientos, anécdotas, la mención, la remembranza, la reminiscencia de una vida contemplativa y superficial.

Esta transportación es pobre y limitada, pues el pasado no se comunica con el tiempo presente, conservándose las sensaciones fortuitas y pasivas; las atmósferas de facetas llanas, la epidermis de relatos literales.

Aquí la experiencia se atrofia, se detiene, no sale del exclusivo dominio del emisor, sin augurar ni estimular una apropiación por parte del lector.

Si hubiese memoria existiría una relación del pasado individual con la memoria del pasado colectivo, sin que la práctica tan particular del sujeto se tornas tan privada, tan ajena a una tradición, motivo por el cual se convierte, finalmente, en sumatoria de informaciones y percepciones deshilvanadas e inconexas.

Al no apoderarse de lo esencial y al no poseer una mirada interior, el escritor se le impedirá el descubrimiento del arte en el pulso, brevedad, movimiento y ejercicio de la memoria. Para él todo tiempo estará inevitablemente perdido.

Al recordar —labor caprichosa de ordenar recuerdos— se repite el mismo discurso, se reproduce idéntica actitud, se imita el mismo vicio de insistir en una retrospectiva nostálgica, fútil y pasajera. Como lo afirma Ignacio Gómez de Liaño:

Para muchos, ciertamente, la memoria no es más que eso: un almacén, incluso perfectamente clasificado, de recuerdos, tan planos como las paredes que los encierran tan superficiales y homogéneos como una colección de instantáneas o de tarjetas postales.
                                                              
La palabra, de esta manera enunciada, no tiene la cualidad de permanecer en el tiempo, sencillamente porque carece de toda consistencia de memoria poética.

Cómo quisiéramos, entonces, que la poesía saliera de la cárcel que algunos le han asignado y retornara a la esencia, a su morada o a su patio original, a los predios de quienes, parodiando a Guillermo Apollinaire: buscan por doquier la aventura y combaten en las fronteras de los sin límites y del porvenir.

                                                   
*Poeta, docente y ensayista colombiano.


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