miércoles, 2 de mayo de 2007

ACTO ANÓNIMO/ Gabriel Arturo Castro


Por Gabriel Arturo Castro

(Texto a partir de la lectura De huesos y ceniza, poemario del fallecido escritor Octavio García)
Resucitar es permitir que el espíritu entre a los huesos, poblarlos de carne, nervios, piel, aliento, pero sobre todo de ese ánimo del ser que portó el soplo de vida, del creador, en este caso, el escritor de una obra. Volver a vivir, levantar las sombras, resurgir, despertar mediante la expresión.
El griego empleaba la palabra anastasis, del verbo anitemi que significa: hacer elevar (y por consiguiente, construir, erigir, exaltar), poner en pie, restablecer. Es la traducción del vocablo hebreo qum que significa levantarse; forma hifil: hequim, eregir, suscitar.
La creación se asimila y se incorpora a la resurrección y sólo es posible si existe un verbo formador-hacedor, encarnado.
Ello implica un segundo nacimiento, una segunda creación, la aparición de una nueva criatura luego de un trabajo fecundo que sobrevive al tiempo.
Los huesos o las cenizas son vestigios que sirven de punto de partida para una poética; la ceniza como el residuo petrificado de la extinción del fuego, instancia de la expiación y la renunciación. Y los huesos a la manera de imperecederas “semillas del cuerpo de resurrección” o reanimación mágica del espíritu de la palabra, imagen de la fe.
El trabajo y la muerte sólo constituyen un sacrificio para asegurar la fecundidad de la creación, el rito necesario, como lo afirma Roland Barthes:

Así nace el drama de la escritura, puesto que el escritor consciente debe batirse ahora contra los signos ancestrales y todopoderosos que, desde el fondo de un pasado extraño, le imponen la literatura como un ritual y no como una reconciliación.

La obra siempre nos dirige hacia el interior de una oscuridad, de un infierno que imposibilita toda armonía con el mundo y mejor impulsa su riña, su desavenencia constante, soledad y escepticismo que hurgan indicios subterráneos, oculta herida que a la vez indaga y profetiza; conocimiento del dolor que lo impulsa a buscar, soñar, crear, dudar e inquietar, todo dentro de un ascetismo y rigor personal que son capaces de reflejar a otro ser humano: el motivo siempre presente del espejo a pesar de su inutilidad.
Según J. Boschius, el espejo “devuelve a cada cual lo suyo”, sentencia seguramente basada en la antigua creencia que la imagen reflejada y el modelo real están unidos en una correspondencia mágica.
En este sentido los espejos pueden retener el alma o la fuerza vital de la persona reflejada. Algunos seres como el basilisco traicionan su presencia al no tener imagen en el espejo o al no poder resistir ver su imagen bajo la pena de morir. Igual puede ser siempre un provocador de visiones.
Para Jacobo Bohme es un ojo que al mismo tiempo es un espejo y se ve a sí mismo.
El soñar con espejos, según Ernest Aeppli, tiene un significado serio y la antigua interpretación de un presagio de muerte se explica por el hecho de que “algo de nosotros está fuera, porque nosotros mismos en el espejo estamos fuera de nosotros”. El espejo sería la mirada hacia un antimundo corroído por el tiempo.
“El espejo refleja aquí sus imágenes sólo para hacerlas saltar, para descalificarlas, para confundirlas”, diría G. Bruno. El espejo es la memoria y el dominio del tiempo profano. Tiempo donde todo es posible: la noche enemiga se cierra, el mármol se resquebraja, la sombra se derrumba, caen los límites, las puertas ceden, el cielo se mancha de hollín. Frente al espejo el terror es silencio y “el silencio sólo engendra la culpa”, según la poética de Octavio García, la palabra que acoge el verbo, rehace lo hecho y deja que el misterio irrumpa en la realidad. El silencio como todo lo contrario a la noción de ausencia: presencia, mejor, de la plenitud y plenitud del instante presente, según Michele Sciacca.
Silencio que no es indiferencia, ni apatía, ni indolencia, sino la incesante disposición a obrar, a construir una realidad, un objeto a través de la distancia que engendra el poder del arte, acto anónimo y solitario de lecha ante la muerte, la oscuridad, el olvido, la traición, la ceguera, el desposeimiento y ante ello el sacrificio del poeta, su espera, reserva, soledad y fatiga.
El ave del paraíso, tan presente en el poemario mencionado, es el distanciamiento del mundo infernal donde el puente de llegada es tan angosto como el filo de una navaja, un paraíso muy ajustado al del pecado original, al del pasado bíblico, lugar utópico, siempre intentado pero imposible.
De ahí la convocatoria a todos los elementos de este mundo poético: el rayo que ilumina y anuncia fertilidad, revelación, pasión, conmoción de las ideas; el reloj de arena con su paso del tiempo, el transcurso cíclico, el eterno retorno; la noche como una ausencia de oscuridad misteriosa; los pájaros mediadores entre el cielo y la tierra, la energía vital en combate contra la muerte, siempre personificando la inmortalidad del espíritu; la luna que parece morir y resucitar; el sol y la luz después del caos; las estrellas, otra luz espiritual; el jardín que podría ser la añoranza del paraíso perdido y el lugar del crecimiento interno (visibilidad de la vida); el agua o la templanza constructora de un orden cósmico (superación espiritual), así aparezca aquí como una contraimagen, símbolo de las esperanzas vanas, de lo efímero equiparado con el tiempo: “Ignora la araña cómo ignoran los granos de arena su inevitable caída”.
Poesía que siempre comienza después del despojo donde opera el poder insurrecto de la memoria, “la voz erguida, vigilante”; la magia frente a la tristeza y a la sombra, conseguida mediante el cotidiano esfuerzo, entrega de sí mismo, uniendo el pasado con el presente y borrando el límite entre la interioridad del individuo y la realidad positiva.
De esa forma es posible la comunión del hombre con los demás seres, porque según Ritcher, “la memoria es el único paraíso de donde no podemos ser desterrados”.
La muerte golpea, divide pero no destruye, pues queda lo singular y lo increíble, lo agudamente humano y lo maravilloso, y el poeta vincula lo que la muerte dispersa, lo disgregado por la violencia, reúne los objetos desolados, los hace confluir en un punto de encuentro para anunciarles la fundación de otro mundo.
Poesía vista como anticipación utópica, movimiento de antelación profético, luego de asumir un Apocalipsis necesario: el rayo oculto por la nube, el sol quieto del adivino, la noche y su estrella apagada, “el olvido en las débiles memorias”, el exilio del sol, pero con la fe que la palabra redime; llama, pájaro y luz, vehemencia que triunfa sobre la muerte y hace presente un mundo, más allá del acto puramente literario.

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